Tarde de viernes
La encontré, con sus ojos grandes grandes, frente a una taza de café endulzado de más, justo como le gusta. La veo, lo pienso y lo siento, no puede parpadear sin encantarme, sin dejarme con el alma colgada de sus pestañas.
Sigo dependiendo de su mirada, de sus ansias y de sus distancias.
Habla o sonríe o brilla, o en las manos se me transforma en material de ángeles convocados a la cita del juicio final.
Me quedo intentando por todos los medios despegarme y salir corriedo, le temo, me aterra la dependencia crónica, el vicio incontrolado de vivirla y de beberla a grandes sorbos hasta morir ahogado.
¿Será que de verdad existe? Creo que si, hay aquí un testimonio de su presencia.